En los espacios de trabajo, el liderazgo no solo se mide por la capacidad de tomar decisiones o de dirigir equipos, sino por la sensibilidad con la que se ejerce la autoridad. Sin embargo, en muchas instituciones, la empatía parece ser un valor secundario, especialmente cuando se trata de comprender experiencias ajenas.
El juicio fácil sobre las emociones en el ámbito laboral es una muestra de esto. Expresar inconformidad o frustración es visto como debilidad. Derramar lágrimas es sinónimo de fragilidad. Pero, ¿qué hay detrás de esa percepción?
El uso del término "generación de cristal" para minimizar emociones y reacciones es un reflejo de una cultura que aún valora la dureza por encima de la inteligencia emocional. Es irónico que se exija "diálogo" sin permitir la palabra, que se hable de resiliencia mientras se invalida la experiencia del otro. Más preocupante aún es cuando quienes ostentan el poder utilizan su posición para reforzar estos discursos, sin detenerse a reflexionar sobre su propio ejercicio de liderazgo.
Es momento de cuestionar estos patrones. La fortaleza no reside en reprimir emociones, sino en reconocerlas y gestionarlas. La empatía no es sinónimo de debilidad, sino de una mejor gestión humana. Un verdadero líder no usa su voz para desacreditar, sino para escuchar, comprender y construir.
Si queremos ambientes laborales más justos, la pregunta no debería ser por qué alguien expresa lo que siente, sino por qué el entorno no está preparado para aceptarlo.