Otros apuntes sobre el nivel cultural en Puebla: la visita del Ballet de Kiev
11/06/2025
Autor: Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Cargo: Profesor Investigador Escuela de Relaciones Internacionales

Como mis cuatro amables y fieles lectores seguramente recordarán, el año pasado pergeñamos unos breves apuntes sobre el nivel cultural que observamos en esta Puebla de los Ángeles, a raíz del concierto que ofreció la Orquesta Filarmónica de Puebla, al que asistimos y en el que analizamos el comportamiento del público presente. Hoy nos proponemos agregar algunas reflexiones sobre el mismo tema, basándonos en esta ocasión en la presentación de “El lago de los cisnes”, ballet con música de Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893), en una puesta en escena del Ballet de Kiev. La función tuvo lugar en el Auditorio Metropolitano de la ciudad de Puebla el 21 de marzo de 2025.

Comencemos por el compositor de la música de esta obra tan célebre, una de las más populares del repertorio de ballet hasta nuestros días. Chaikovski provenía de una familia con raíces rusas, francesas, alemanas y, particularmente, ucranianas, aunque a los rusos no les guste reconocerlo. La familia materna provenía de Alemania y Francia, mientras que la familia paterna era ucrania y escribía el apellido “Tschajka”, pero el abuelo Piotr, nacido en la región de Poltawa, en el centro del país, lo cambió a “Tschaikowski”, después de que, en 1765, se declarase al ruso como idioma de estudios en la Academia Kiev-Moyla, en donde él estudiaba. El bisabuelo del compositor, Fedir Opanassowytsch Tschajka, provenía a su vez de la ciudad de Krementschuk, también en el centro de Ucrania.

Chaikovski nació en la ciudad de Wotkinsk, en la actual República de Udmurtia, perteneciente hoy a la Federación Rusa. Es sin lugar a dudas uno de los compositores más famosos, célebres y populares del siglo XIX, y el más importante de los compositores rusos: sus sinfonías, conciertos, óperas y ballets le han asegurado renombre mundial imperecedero.

El ballet “El lago de los cisnes”, Op. 20, es una obra en cuatro actos; fue escrito en 1875-1876 y se estrenó en Moscú en 1877, en el teatro Bolshoi, con libreto de Vladimir P. Begitschew y Vassili Geltzer. La coreografía más bailada hasta nuestros días es la de Marius Petipa (1818-1910) y Lev Ivanov (1834-1901). La historia que narra el libreto de este ballet es muy compleja y conoce numerosas variantes, con finales más o menos trágicos, por lo que en la versión original era necesario explicar oralmente al público algunos pasajes. Ante estas dificultades, en 1895 se simplificó mucho el libreto, tanto en la historia como en los personajes, aunque siguieron existiendo diferentes finales. Esto nos ayuda a entender que podemos asistir a distintas versiones de la obra entera. Así, por ejemplo, desde el siglo XX se hizo común -y muy querida- la figura del bufón, mientras que la versión que bailó en Puebla el ballet de Kiev se basó en una variante anterior al siglo XX, por lo que no apareció dicho personaje.

Ahora hagamos una crítica del lugar de la función en Puebla, es decir, del Auditorio Metropolitano. Como ya hemos dicho en otras ocasiones, parece que todo el dinero del presupuesto para construirlo se gastó para construir la fachada, que ciertamente es atractiva. El interior, por el contrario, es espantoso. Cualquier revisión honesta por parte de las autoridades de protección civil traería como consecuencia que cerraran el auditorio: los pasillos entre las filas de los asientos son estrechísimos, los barandales de la parte de arriba son tan bajitos que cualquiera que se acerque es presa de vértigo, pánico y acrofobia, y las salidas son tan intrincadas, que una acción para desalojar dicho espacio ante una emergencia conduciría a una verdadera catástrofe. Además, el sistema de sonido es pésimo y sólo funcionan unas cuantas bocinas, por lo que las personas sentadas hasta la parte de atrás quedan muy lejos de las bocinas que sí funcionan. El telón se atora en ocasiones, sobre todo al subir, lo que provoca a veces que algo salga mal en el espectáculo que se esté presentando. Por cierto: el aire acondicionado tampoco funciona, lo que en época de calor (marzo fue bastante caluroso) significa que la temperatura dentro de la sala no sea nada agradable.

Como en muchos otros teatros en el mundo, en la antesala del auditorio se venden alimentos y bebidas, incluyendo bebidas alcohólicas, pero es totalmente reprobable que las autoridades del lugar permitan que el público ingrese a la sala para comer y beber durante la función de ballet, conducta propia de gente sin la menor educación y sin sentido de respeto por el trabajo de los artistas sobre el escenario. Durante toda la presentación se escucha, como música de fondo, el crujir de las bolsas de papas fritas, el ruido de los molares machacando cansonamente los alimentos, las peticiones para compartir las bebidas y un permanente cuchicheo que en realidad sólo en muy breves momentos desapareció. Para garantizar la venta de esos productos sin competencia alguna, está prohibido ingresar con agua o alimentos (así sea una barrita de granola) al auditorio.

Ante esto, creo haber percibido en los primeros momentos de la obra un poco de desconcentración en los bailarines, producto, probablemente, de estos ruidos muy perceptibles y de otro fenómeno en el que el público poblano se ha vuelto un verdadero experto: llegar tarde, tardísimo, a la función, por lo que durante los primeros cuarenta minutos del ballet siguió ingresando permanentemente gente a la sala, con el consiguiente ruido y molestia para el resto del público y, obviamente, para los bailarines sobre el escenario.

Como ocurre también en el Museo del Barroco y en el Complejo “Cultural” Universitario, está permitido que la gente que llegue tarde pueda entrar sin ningún problema a la sala, algo que está absolutamente prohibido en ciudades civilizadas, como Xalapa, por ejemplo, para no mencionar ciudades del extranjero. Aquí en Puebla es normal llegar tardísimo y, a pesar de ello, poder entrar a la sala, en vez de tener que esperar al intermedio. Lo increíble no es solamente eso, sino que las funciones a las que he asistido en el Auditorio Metropolitano nunca suelen empezar a tiempo, por lo que quienes llegan hasta cuarenta minutos después de haber iniciado el espectáculo en realidad llegan más de una hora tarde, pues ya se venía arrastrando de por sí un retraso… Y aún así, el personal del auditorio los deja entrar. ¡Faltaba más!

A pesar de que los boletos no san nada baratos (rondaban los ochocientos pesos los más baratos, según recuerdo), no hay programas de mano, así que el público se queda sin saber nada del argumento del ballet (suponiendo, claro, que desee averiguarlo). Si los administradores del auditorio quieren ahorrar papel y no producir basura, podrían generar y compartir un código QR en el que esté el reparto, un resumen de la trama y algún anuncio importante, como algunas reglas básicas de conducta, que desde luego nadie parece ya conocer, comenzando por los administradores del auditorio, que dependen del gobierno del estado, según entiendo. El tema del reparto es -por lo menos para algunas personas- muy importante: me hubiera gustado saber el nombre de los bailarines, sobre todo porque el nivel técnico y artístico de este ballet ucraniano es elevadísimo. Es digno de admiración y de respeto que una nación en guerra, que un país sometido a una invasión militar, pueda no obstante mantener sus manifestaciones culturales y sus instituciones correspondientes no sólo con vida, sino con un nivel de perfeccionamiento y de expresividad sorprendentes, lo cual es lamentablemente imposible de encontrar en sus equivalentes mexicanos.

Algo que ya no me sorprende pero que se ve constantemente en esta ciudad es la insistencia de muchos padres de familia de asistir a espectáculos culturales acompañados de sus pequeños hijos sin haber aparentemente explicado a los pequeños en qué consiste el espectáculo al que asistirán. Frente a nosotros estaba una familia con tres niños varones que, en lugar de atender al ballet o de haberse quedado tranquilamente en su casa, llegaron armados con audífonos y bien provistos de grabaciones de Bad Bunny -a quien Chaikovski seguramente idolatraría-, con el consiguiente y previsible resultado de que, después de algunos minutos, se retiraron del lugar. Para gente así, no hay forma de experimentar algún cambio por haber asistido a una función de ballet: salieron en el mismo estado de barbarie con el que ingresaron…

Por cierto, tampoco faltaron entre el público los bebés, algunos de los cuales comenzaron a llorar por hambre, por calor o, más seguramente, por impotencia, al no poder advertir al príncipe Sigfrido de las malas artes de Odile y Rotbart.

También me llamó la atención la poca capacidad que tiene la gente para guardar silencio y escuchar: todo ballet comienza con una obertura, que, por supuesto, a nadie pareció importarle, pues el público seguía cuchicheando y más o menos guardó un poco de silencio hasta que salieron los primeros bailarines a escena, lo que pone de manifiesto que la gente no sabe disfrutar de la belleza de las partes instrumentales sin danza. Lo curioso es que tampoco parece distinguir los pasajes dancísticos difíciles de los menos exigentes. Pero eso, hay que reconocerlo, ya es exigir demasiado.