En los últimos años, el llamado turismo negro ha ganado notoriedad en América Latina, y México se ha posicionado como uno de sus destinos más representativos. Esta modalidad turística se enfoca en visitar lugares marcados por la muerte, la tragedia o el crimen. Para algunos, se trata de una oportunidad para conectar con la historia de forma más visceral; para otros, una forma de entretenimiento con tintes oscuros que raya en la falta de ética. La realidad es que, detrás de esta práctica, se esconden preguntas incómodas sobre nuestra relación con el sufrimiento ajeno y el papel del turismo como fenómeno cultural y económico.
En México, esta tendencia adopta formas tan diversas como inquietantes. En Culiacán, Sinaloa, existen recorridos no oficiales conocidos como narcotours, en los que se visitan sitios ligados al narcotráfico: tumbas de capos famosos y escenarios de enfrentamientos. Lo que alguna vez fue símbolo de temor, ahora se vende como una “experiencia cultural extrema”.
El turismo negro no es intrínsecamente negativo. Bien gestionado, puede ser una herramienta poderosa de memoria colectiva y aprendizaje histórico. Ejemplos de esto se encuentran en centros de memoria como la ESMA en Argentina o el Museo de la Memoria en Chile, donde los visitantes no solo aprenden sobre las dictaduras, sino que también reflexionan sobre los derechos humanos. El problema surge cuando el enfoque se desplaza del respeto al sensacionalismo.
En muchos recorridos de narcoturismo en México, las historias de las víctimas están ausentes, y lo que se exalta es la figura del criminal como símbolo de poder, riqueza o rebeldía. Se pierde la perspectiva crítica y se trivializa el dolor.
También hay un impacto directo en las comunidades locales. Si bien algunos residentes se benefician económicamente al ofrecer recorridos o vender productos, otros sienten que se lucra con sus heridas. En Tepito, por ejemplo, algunos comerciantes ven con buenos ojos el aumento de visitantes, siempre que estos respeten la cultura del barrio; pero otros denuncian la llegada de turistas que solo buscan grabar videos para redes sociales, sin un interés real por entender el contexto.
En este escenario, el papel de las autoridades y los medios de comunicación es clave. Algunos gobiernos han optado por promover la memoria, como en Medellín, donde los antiguos barrios dominados por el narco ahora muestran procesos de transformación social a través del arte y la educación. Otros han tomado medidas más drásticas, como Colombia, que busca prohibir el uso comercial de la imagen de Pablo Escobar. En México, sin embargo, la falta de regulación deja espacio para que el turismo negro crezca sin controles ni reflexión.
En última instancia, este fenómeno nos obliga a hacernos una pregunta fundamental: ¿por qué nos atrae tanto el dolor ajeno? Visitar un sitio marcado por la tragedia puede ser una experiencia profunda si se hace con conciencia y respeto. Pero cuando se convierte en una atracción más, una simple parada en un itinerario turístico, se corre el riesgo de transformar la historia en un espectáculo.
El turismo puede ser una vía para comprender, para honrar, para transformar. O puede ser una excusa más para seguir consumiendo sin pensar. La elección está en cómo decidimos mirar, narrar y caminar esos lugares de oscuridad.